Sobre algunos elementos técnicos del estilo literario

(1885)

R.L. Stevenson

 

Nada produce mayor decepción que observar los muelles y mecanismos de cualquier arte. Todas las artes encuentran en la superficie su razón de ser; en la superficie percibimos su belleza, propiedad y relevancia; y cuando escudriñamos debajo nos sobrecoge su vaciedad y nos impresiona la vulgaridad de cuerdas y poleas. Del mismo modo la psicología, cuando extrema la sutileza, descubre una abominable desnudez, aunque esto es debido más al error de nuestro análisis que a una pobreza inherente al espíritu. Quizá ocurra lo mismo con la estética: esas revelaciones que parecen fatídicas para la dignidad del arte tal vez solamente lo sean en la medida de nuestra ignorancia; y esas artimañas, conscientes e inconscientes, a primera vista indignas del artista serio, serían, si tuviéramos el poder de rastrearlas hasta sus orígenes, indicio de una delicadeza de sentimientos más exquisita que la que nos quepa concebir y vislumbre de arcanas armonías de la naturaleza. Al menos esta ignorancia es en buena medida irreparable. Nunca conoceremos las afinidades de la belleza porque se encuentran profundamente enraizadas en la naturaleza y sumergidas en la misteriosa historia del hombre. Por consiguiente, el amante del arte siempre acogerá con desagrado los detalles de método que pueden exponerse, aunque nunca explicarse cabalmente; más aún, de acuerdo con el principio formulado en Hudibras:

Still the less they understand,

The more they admire the sleight-of-hand.[1]

Muchos, con cada nueva revelación, notan que disminuye la intensidad de su placer. Por ello debo advertir a ese personaje bien conocido, el sufrido lector, que estoy embarcado en una empresa ingrata: descolgar el cuadro de la pared y mirarlo por detrás, y como el niño curioso, destripar el carretón de música.

1.       La elección de las palabras.

 El arte de la literatura se diferencia de sus hermanas en que el material que el artista literario utiliza es el dialecto de la vida; de ahí, por una parte, la extraña frescura e inmediatez con que se ofrece a la inteligencia del público, preparada para comprenderlo; de ahí, por otra, una singular limitación. Las artes hermanas tienen la ventaja de servirse de un material plástico y dúctil, como la arcilla de modelar; tan sólo la literatura está condenada a trabajar en mosaico con palabras limitadas y completamente rígidas. Seguramente habéis observado esos trozos de madera que suele haber en los cuartos de los niños: éste una columna, aquél un frontón. el tercero un jarrón o una ventana. Precisamente con bloques de tamaño y forma igualmente     arbitrarios está condenado el arquitecto de las letras a diseñar el palacio de su arte. Y eso no es todo, porque siendo estos bloques, o palabras, la moneda de uso corriente en nuestro quehacer cotidiano, no le están permitidas ninguna de las supresiones mediante las cuales las otras artes obtienen relieve, continuidad y vigor: ninguna pincelada de jeroglífico, ningún empaste alisado, ninguna sombra inescrutable, como sucede en la pintura; ningún muro ciego, como en la arquitectura; cada palabra, cada frase, cada oración y cada párrafo deben avanzar en progresión lógica y transmitir un significado claramente inteligible. Ahora bien, la primera virtud que nos atrae en las páginas de un buen escritor o en la charla de un conversador brillante es la adecuada elección y el contraste de las palabras que emplea. No hay duda de que se requiere un raro talento para tomar estos bloques, toscamente concebidos para los menesteres del mercado o la taberna, y a fuerza de disciplina dotarlos de sus más depurados significados y matices; devolverles su fuerza primitiva; verterlos inteligentemente en otro contexto, o, en fin, convertirlos en un tambor que despierte las pasiones. Mas, aunque esta clase de mérito es sin duda el más perceptible y sugestivo, dista mucho de aparecer en la misma medida en todos los escritores. El efecto de las palabras en Shakespeare, su singular justeza, realce y encanto poético, es muy distinto del efecto de las palabras en Addison o en Fielding. O, por citar un ejemplo más común, mientras que en Carlyle parecen electrizadas por una energía de trazos vigorosos como rostros de hombres convulsos de ira, las palabras en Macaulay, de significado preciso y sonido armonioso, se deslizan de la memoria para, como unidades indiferenciadas, fundirse en el efecto general. Pero los grandes escritores no poseen el monopolio del mérito literario. En cierto modo, Addison es superior a Carlyle, Cicerón mejor que Tácito, Voltaire más excelente que Montaigne; excelencia que no radica ciertamente en la elección de las palabras, ni en el interés o valor del asunto, ni tampoco en el vigor de la inteligencia, la poesía o el humor. Los tres primeros son como párvulos si los comparamos con los tres últimos; sin embargo, en un aspecto particular del arte literario, cada uno de ellos aventaja a su superior. ¿Cuál es este aspecto?

2.      La trama.

Aunque goce de un estatuto particular debido al uso general y al gran destino reservado a su herramienta en el quehacer humano, la literatura es una más entre las artes. En ellas podemos distinguir dos grandes apartados: aquellas artes, como la escultura, la pintura y el teatro, que son representativas o, como solía decirse muy torpemente, imitativas; y aquellas otras, como la arquitectura, la música y la danza, que son autosuficientes y meramente mostrativas. A tenor de esta distinción, cada grupo obedece a principios muy distintos; no obstante, ambos pueden reclamar para sí un campo común de existencia, y cabe decir, con suficiente justicia, que todo arte consiste en realizar un modelo; un modelo de colores, de sonidos, de actitudes cambiantes, de figuras geométricas o de líneas imitativas, pero en todo caso un modelo. En ese plano todas las hermanas coinciden; por eso son artes; y si resulta conveniente que en ocasiones olviden su origen infantil y apliquen la inteligencia a tareas viriles, llevando a cabo inconscientemente la función que justifica su existencia, realizar un modelo, no por ello deja de ser imperativo que tal modelo sea efectivamente llevado a cabo.

La música y la literatura, las dos artes temporales, construyen en el tiempo su modelo de sonidos o, en otras palabras, de sonidos y de pausas. La comunicación puede producirse merced a un lenguaje incorrecto, las tareas de la vida cumplirse solamente mediante sustantivos; pero esto no es lo que entendemos por literatura; la verdadera tarea del artista literario consiste en trenzar o tejer lo que pretende decir, haciéndolo girar en torno de sí mismo, de manera que cada oración, en frases sucesivas, forme primero una especie de nudo que, tras un momento de suspensión del significado, se resuelva y se aclare. En toda sentencia bien construida habría de advertirse ese obstáculo o nudo, de modo que (aun delicadamente) se invite al lector a prever, esperar y dar la bienvenida a las frases posteriores. El placer puede intensificarse gracias a algún elemento inesperado, como ―muy burdamente― ocurre con la figura vulgar de la antítesis o, de forma más sutil, cuando se sugiere una antítesis que después se elude con habilidad. Además, cada frase debe ser bella por sí misma; y entre el alcance global de la oración y su desarrollo existir un satisfactorio equilibrio de sonidos, pues nada hay más decepcionante para el oído que una sentencia solemne y sonora que concluye de un modo abrupto y sin fuerza. El equilibrio tampoco debe ser demasiado llamativo y exacto, ya que la norma por excelencia es la variedad; interesar, decepcionar, sorprender y, sin embargo, deleitar; cambiar, por decirlo así, la puntada y con todo producir un efecto de inteligente elegancia.

El placer que experimentamos al contemplar a un ilusionista haciendo juegos de manos con dos naranjas reside en que ninguna de las dos es en ningún momento soslayada o pasada por alto. Ocurre lo mismo con el escritor. Su modelo, que ha de agradar al oído hipersensible, responde, no obstante, en primerísimo lugar a las exigencias de la lógica. Por más oscuridades que existan, por intrincada que sea la idea, no debe menoscabarse la elegancia del tejido, o en otro caso el artista demostrará no estar a la altura de su propósito. Por otra parte, no se debe seleccionar ninguna expresión ni hacer nudo alguno entre dos frases, a menos que nudo y expresión sean necesarios para exponer y dar mayor claridad al argumento; quien vulnera esta regla hace trampas en el juego. El espíritu de la prosa rechaza el cheville no menos enfáticamente que las leyes de la versificación, y tal vez convenga aclarar a alguno de mis lectores que el cheville es cualquier frase aguada o sin sentido empleada para establecer un equilibrio de sonidos. Modelo y argumento viven el uno en el otro, y por la concisión, el encanto, la claridad o el énfasis del segundo juzgamos la fuerza y propiedad del primero.

El estilo es sintético; y el artista que, por decirlo así, busca un punto de apoyo en torno al cual trenzar la trama, toma dos o más elementos o dos o más ideas del asunto que le ocupa; los combina, los enreda y contrasta; y mientras, en cierto modo, no buscaba más que la ocasión de hacer el nudo necesario, se encuentra con que ha enriquecido considerablemente lo que quería decir, o que ha despachado en una sola frase lo que precisaba dos. En el paso de las sucesivas afirmaciones hueras del viejo cronista al flujo denso y luminoso de la prosa altamente sintética, se encuentra implícita una considerable proporción de filosofía e ingenio. La filosofía es patente, advirtiéndose en el escritor sintético una visión de la vida mucho más profunda y estimulante, y una más aguda percepción del origen y afinidad de los acontecimientos. Acaso se piense que el ingenio ha desaparecido de la escena, pero, lejos de eso, es justamente el ingenio, los continuos y atractivos artificios, las dificultades vencidas, el doble propósito logrado, las dos naranjas danzando simultáneamente en el aire lo que, consciente o inconscientemente, proporciona placer al lector. Más aún, el ingenio, que apenas se advierte, es el órgano imprescindible de esa filosofía que tanto admiramos. Por todo ello, el estilo más perfecto será, no como quieren los necios, el más natural, pues natural es la cháchara inconexa del cronista, sino aquel otro que consigue veladamente el más alto grado de fecundas y elegantes implicaciones; o si lo hace de un modo abierto, el que más enriquezca el sentido y el vigor. Incluso el cambio del (pretendido) orden natural de las frases es un estímulo para la inteligencia; y gracias a una alteración tan intencionada pueden controlarse más adecuadamente los elementos de un juicio o ligarse los pasos de una acción intrincada con mayor sagacidad.

La trama, pues, o el modelo; una trama sensual y lógica a la par, una textura fecunda y elegante; eso es el estilo, ése es el cimiento del arte literario. Bien es verdad que se siguen leyendo libros, por el interés del dato o de la fábula, en los que esta cualidad se halla pobremente representada, si bien está presente. ¿Y cuántos libros cuyo único mérito consiste en la elegancia de su textura seguimos leyendo y releyendo con placer? Estoy tentado de citar a Cicerón, y puesto que Mr. Anthony Trollope está muerto, creo que me está permitido hacerlo. Constituye un desabrido alimento espiritual, una «crítica de la vida» muy incolora y desdentada; pero nos complace su textura, extremadamente compleja e ingeniosa; cada puntada es un alarde de elegancia y buen sentido; y las dos naranjas, incluso si una de ellas está podrida, siguen danzando con gracia inimitable.

Hasta aquí me he referido fundamentalmente a la prosa; pues, aunque en la poesía también el concurso de la trama lógica contribuye a realzar su belleza, sin embargo, puede soslayarse. Se pensará que esto supone un mentís definitivo a cuanto he venido diciendo; por el contrario, no es sino una nueva ilustración del principio que lo inspira. Pues si el versificador no se ve obligado a tejer un modelo propio, ello se debe tan sólo a que otro modelo le es impuesto formalmente por las leyes de la versificación. No es otra la esencia de la prosodia. El verso puede ser rítmico o simplemente aliterativo; puede, como el verso francés, basarse enteramente en una (cuasi) regular repetición del ritmo, o, como el hebreo, en ese procedimiento caprichoso y sorprendente de repetir la misma idea. No importa en qué principio se funde la ley siempre que tal ley exista. Puede ser una pura convención; es posible que no posea ninguna belleza intrínseca; lo único que tenemos derecho a pedir de cualquier prosodia es que suministre un modelo al escritor, ni demasiado fácil ni demasiado difícil. De ahí que a hombres de parecido talento les sea más fácil escribir una poesía medianamente atrayente que una página de prosa razonablemente interesante; porque en la prosa se ha de inventar el modelo y crear las dificultades antes de resolverlas. De ahí asimismo la peculiar grandeza del auténtico versificador, como Shakespeare, Milton o Víctor Hugo, a quien sitúo junto a los primeros solamente como versificador, no como poeta. No sólo anudan y tejen la trama lógica con toda la destreza y el vigor de la prosa; no sólo llevan a cabo el modelo poético con una variedad ilimitada y una sobria inventiva, sino que además nos conceden un placer raro y exclusivo mediante el arte, semejante al contrapunto, con que siguen a un tiempo, contrastándolos y combinándolos, el doble modelo de la trama y del verso. Aquí concluye el verso altisonante; un verso más abajo, la frase bien construida, y más abajo aún, se produce el desenlace de ambos en la misma sílaba acentuada. Lo mejor que el mejor prosista puede ofrecernos es el desarrollo paralelo de la idea y del modelo estilístico, unas veces con esfuerzo evidente y triunfante, otras con un aire de fácil naturalidad. Gracias a una nueva dificultad vencida, el versificador nos deleita con otra serie de triunfos. Persigue tres metas allí donde su rival sólo perseguía dos, y la diferencia es de la misma índole que la que media entre la melodía y la armonía. O si se prefiere el ejemplo del ilusionista, contempladle ahora ante el redoblado entusiasmo de su público haciendo juegos de manos con tres naranjas en lugar de con dos. Así es: aumenta la dificultad, aumenta la belleza, y cada nuevo obstáculo incrementa el interés del modelo.

Mas no debe pensarse que la poesía es mera adición; algo se pierde y algo se gana; al comparar la mejor prosa con la mejor poesía se advierte fácilmente que existe una diferencia considerable en la manera de configurar la trama. Por prieto que ate el nudo de la lógica, el versificador siempre deja flotando al alcance del oído algo suelto el tejido de la frase. En la prosa, las oraciones giran en torno a un eje bien equilibrado y, como en un rompecabezas, encajan en él con visible perfección. El oído lo advierte y paladea un resultado tan equilibrado, mientras que en la poesía la atención se dirige hacia la métrica. Resulta difícil encontrar pasajes susceptibles de comparación, ya que, o bien el versificador es inmensamente superior a su rival, o bien, de no ser así y no obstante perseverar en su más delicado quehacer, tampoco llega a ser inferior a él en la misma medida. Pero hagamos una selección entre las páginas de un mismo escritor, de un escritor que fue ambidextro; tomemos, por ejemplo, el prólogo de Rumour a la segunda parte de Enrique IV, hermosa muestra de elocuencia en el segundo estilo de Shakespeare, y pongámoslo junto al elogio del jerez de Falstaff, acto IV, escena primera; o comparemos la bella prosa de Rosalinda y Orlando; comparado, por ejemplo; la primera tirada, la tirada de Orlando a Adán con el pasaje que queráis seleccionar; las siete edades, de la misma obra, ¿incluso la noble estrofa de la despedida a la guerra de Otelo; si tenéis un fino oído para esa clase de música, advertiréis en la prosa un mayor grado de organización, un más compacto acoplamiento de las partes, un equilibrio en las oscilaciones como el de un péndulo palpitante. En los asuntos temporales, no debemos quitar a aquellos que tienen poco lo poco que tienen; las virtudes de la prosa son inferiores, pero no son las mismas; es un reino pequeño, pero independiente.

3.      El ritmo de la frase.

 Antes hice uso de una palabra que requiere alguna aplicación. Toda frase, dije, ha de ser bella; pero ¿qué es una frase bella? En sus aspectos ideales y materiales la literatura, en cuanto arte representativo, debe buscar sus analogías con la pintura y semejantes; pero en los aspectos técnicos y de ejecución, en cuanto arte temporal, debe recurrir a la música. De la misma forma que una melodía o un recitativo, las frases de una oración deben estar formadas por notas largas y breves, tónicas y átonas, de modo que agraden al oído. El oído es el único juez. No pueden dictarse normas con carácter general. Ni siquiera en nuestra lengua, acentuada y rítmica, podría el análisis revelar el secreto de la belleza de un verso; cuánto menos de esas frases con las que se construye una página de prosa, que no obedecen más ley que la de no tenerla y no obstante agradan. Lo poco que sabemos acerca de la poesía (y en mi caso se lo debo al profesor Fleeming Jenkin) es de singular interés a este respecto. Estamos habituados a definir el verso heroico como aquel compuesto de cinco yambos, y el dolor y la confusión nos invaden cuando, por boca de algún colegial escrupuloso, nuestra definición es puesta en práctica.

«All night / the dréad / less án / gel án / pursúed»[2], recita el colegial. Y tapándonos los oídos, nos seguimos aferrando a nuestra definición, a despecho de su crasa y palmaria insuficiencia. No satisfizo tan fácilmente a Mr. Jenkin, quien pronto descubrió que el verso heroico estaba compuesto de cuatro grupos, o si lo preferís, de cuatro pausas: «All night / the dreadless / angel / unpursued». Cuatro grupos, cada uno de los cuales se pronuncia prácticamente como una sola palabra: el primero, en este caso, un yambo; el segundo, un anfíbraco; el tercero, un troqueo, y el cuarto, un anfímacro; mientras que nuestro colegial, sin tomarse otras libertades que la de infligir daño, ha escandido el verso en cinco yambos. Adviértase el enriquecimiento en la complejidad de la textura; la cuarta naranja, que hasta ahora había pasado inadvertida, ha estado danzando junto a las otras. Lo que parecía una sola cosa, resultan ser dos y, como en un acertijo aritmético, el verso está construido de tal modo que pueda leerse a un tiempo con cuatro y cinco pies.

Pero no es imprescindible que sean cuatro. Es cierto que no encontramos versos con seis grupos, pues en diez sílabas no hay espacio para seis; y tampoco de dos, ya que una de las principales diferencias de la poesía respecto a la prosa es la comparativa brevedad de sus grupos; pero sí es habitual encontrar versos de tres. Cinco es el número prohibido, porque cinco es el número de pies, y al elegirlo los dos modelos coinciden y la oposición que da vida a la poesía desaparece. Esta es una de las claves de los polisílabos (un grupo creado por la naturaleza), especialmente en latín, donde son tan corrientes y dan pie a una arquitectura poética tan atrevida. Si un romano regresara del Hades (Marcial; preferiblemente) y me explicase por qué conducto vocal habrían de recitarse estos versos atronadores: «Aut laecedemonium Tarentum» [3] , ejemplo que hace al caso, siento que podría gozar sin trabas de lo mejor de la poesía de la humanidad.

Pero, una vez más, los cinco pies son yambos, o así se supone; contando las sílabas, los cuatro grupos no pueden ser yambos; por una consideración de elegancia, dudo que deban serlo, y tengo la certeza de que, puestos a elegir, no debe de haber dos con la misma medida. La singular belleza del verso analizado anteriormente se debe sin duda, en la medida en que el análisis puede confirmarlo, a la sabia repetición de la l, la d y la n, pero también a la variedad métrica de los grupos. Los grupos que, como el compás musical, descomponen el verso para su recitado, no son yámbicos, y al recitar un supuesto verso yámbico puede suceder que no pronunciemos un solo yambo. Esta inobservancia del compás original tiene no obstante un límite.

«Athens, the eye of Greece, mother of arts» [4]  es, pese a sus excentricidades, un buen verso heroico porque, aun cuando no pueda decirse que marque el compás yámbico, tampoco sugiere al oído ninguna otra medida. Pero si se comienza «Mother Athens, eye of Greece», o simplemente, «Mother Athens», el juego se descubre al sugerirse un troqueo. La extravagante métrica de los grupos no es sino un adorno, pero tan pronto se olvida el compás original dejan implícitamente de ser extravagantes. Se busca la variedad; pero si destruimos el molde primitivo, uno de los elementos que informan tal variedad desaparece y caemos en la monotonía. Así, pues, tanto en lo referente a la medida aritmética del verso como al grado de regularidad de la métrica, advertimos que las leyes de la prosodia tienen un objetivo común: mantener viva la oposición entre dos esquemas seguidos simultáneamente; mantenerlos claramente separados, aunque coincidentes entre sí, y equilibrarlos ante los ojos del lector con tan ecuánime precisión que ninguno pase inadvertido y ninguno prevalezca.

La pauta del ritmo en la prosa no es tan complicada. También en este caso escribimos en grupos, o mejor en frases, aunque la frase en prosa es considerablemente más larga y se enuncia con mayor desenvoltura que el grupo en verso; por ello no sólo hay un intervalo mayor de sonido continuado entre las pausas, sino que también, y por la misma razón, una palabra se liga más fácilmente a otra mediante una articulación más sumaria. Con todo, la frase es el estricto equivalente del grupo, y las frases sucesivas, como los grupos sucesivos, deben diferir claramente entre sí en ritmo y longitud. La pauta métrica de la poesía consiste en sugerir únicamente la medida que nos proponemos; la de la prosa, en no sugerir medida alguna. La prosa debe ser rítmica, y serlo según el juicio de cada cual, pero no debe ser métrica. Puede ser cualquier cosa, excepto verso. Un solo verso heroico puede muy bien tener cabida sin estorbar el paso en cierto modo más pausado del estilo prosístico; pero uno seguido de otro causan una impresión inmediata de pobreza, uniformidad y decepción. Las mismas líneas recitadas con la entonación métrica del verso tal vez resulten llenas de variedad. Con la sumaria articulación propia de la prosa, de una visión más distanciada, estos matices diferenciales se pierden. Un solo verso se recita como una frase, pero la sucesión de grupos de idéntica longitud en seguida cansa al oído. A decir verdad, desde el momento en que al prosista le es dado ser menos armonioso, está sentenciado a renovar constantemente y a gran escala la variedad del movimiento, y a no decepcionar al oído con el trote de una métrica establecida. Esta obligación es la tercera naranja que debe manipular, la tercera cualidad que el prosista debe introducir en su modelo verbal. Tal vez se piense que es fácil y que no representa un nuevo obstáculo, pero es tal la vena rítmica inherente a la lengua inglesa que el mal escritor ―¿y habré de poner como ejemplo a ese admirado amigo de la infancia, el capitán Reid?―, el escritor bisoño, como Dickens en sus tempranos intentos de asombrar, y el escritor hastiado, como cualquiera puede comprobar por sí mismo, tienden automáticamente a producir detestables versos libres. En este punto parece pertinente preguntar: ¿Por qué detestables? Supongo que bastará con responder que jamás se han escrito buenos versos por casualidad, y que el mejor poema suena cuando menos de un modo trivial cuando se recita con la entonación de la prosa. Profundicemos en estas respuestas. El talón de Aquiles de la poesía es la regularidad del compás, que de suyo impresiona mucho menos que el movimiento de la prosa más noble; pues bien, en esta trampa, sólo en ésta, cae nuestro descuidado escritor. El logro de una masa y densidad propias, resultado de la proximidad de las pausas, es una de las mejores cualidades de la poesía; pero esto es algo que nuestro fortuito versificador, pendiente aún del paso ligero y del ademán amplio de la prosa, ni siquiera aspira a imitar. Finalmente, sin darse cuenta de que está haciendo poesía, no se le ocurre extraer esos efectos de oposición y contrapunto a los que me he referido como el encanto y justificación últimos de la poesía, en general, y debo añadir del verso libre, en particular.

4.      El contenido de la frase.

Podría hablar aquí largo y tendido sobre el ritmo, y no sería de extrañar, ya que en nuestra melodiosa lengua el ritmo es omnipresente. No se olvide, sin embargo, que este elemento está en algunas lenguas casi o totalmente extinguido, y en la nuestra muy probablemente en decadencia. La expresión monocorde de muchos americanos cultos nos advierte del peligro. Este olvido debería inspirarme un sentimiento de amarga desesperación, pero no debo desesperar. Así como en la poesía ningún elemento, ni siquiera el ritmo, es imprescindible, de la misma manera en la prosa surgirán otras fuentes de belleza que ocuparán el lugar y representarán el papel de aquellos que hayamos superado. La belleza del ritmo que el oído anticipa en la poesía, la belleza más rica y sin leyes de la prosa, patentes a los oídos ingleses, nada dicen a los oídos de nuestros vecinos más próximos; en Francia, las inflexiones de oratoria y el diseño de la textura han ocupado prácticamente su lugar; el prosista francés quedaría asombrado de las tribulaciones de su hermano al otro lado del Canal, invirtiendo buena parte de sus desvelos, invita Minerva sobre todo, en evitar escribir en verso. ¡Tanta es la distancia que separa los derroteros espirituales de las razas, tan difícil comprender la literatura de nuestros vecinos!

Comoquiera que sea, la prosa francesa es superior a la inglesa; y mientras Hugo viva, de nada servirá hacer a un lado la poesía francesa. Pero lo que más importa señalar es que en francés una frase o una poesía dejan ver fácilmente si son elegantes o torpes. Existe, pues, otro elemento hasta ahora ignorado en nuestro análisis que contribuye a la elegancia del estilo: el contenido de la frase. En literatura la frase se compone de sonidos como en la música de notas. Un sonido sugiere, exige, hace eco y armoniza con otro, y el arte de utilizar debidamente estas concordancias es el arte máximo de la literatura. Antaño solía considerarse aconsejable que el escritor joven evitara la aliteración y tal consejo era acertado en la medida en que se conjuraban ramplonerías. Pero no dejaba de ser una abominable necedad y un mero desvarío de los más ciegos entre los ciegos, que nunca verán nada. La belleza del contenido de una frase, o de una oración, depende implícitamente de la aliteración y la asonancia. La vocal exige ser repetida; la consonante exige ser repetida, y ambas claman por ser infinitamente variadas. Si se nos ocurriera seguir las aventuras de una letra determinada a lo largo de un pasaje que nos guste, tal vez descubriríamos que durante algún tiempo nos la hurtan para tentar a nuestro oído; que una andanada de ellas nos alcanza por los costados, o que se transforma en sonidos afines, fundiéndose en otro, uno líquido o uno labial. Y descubriremos una circunstancia mucho más sorprendente. La literatura se escribe por y para dos sentidos: una especie de oído interno que percibe rápidamente «músicas inauditas», y el ojo que guía la pluma y descifra la letra impresa. Pues bien, existen rimas para la vista, pero descubriremos también aliteraciones y asonancias, y que mientras el escritor contempla una u abierta, engañado por la vista y por nuestra extraña fonética inglesa, con frecuencia muestra una debilidad por la a cerrada; y que mientras contempla una determinada consonante, no es improbable que le produzca placer escribirla, aun siendo muda o teniendo un valor distinto.

Así, pues, tenemos un nuevo modelo ―un modelo de letras, en expresión vulgar― que configura la cuarta preocupación del prosista y la quinta del versificador. Unas veces es muy delicado y difícil percibirlo, y tal vez sea por ello mejor y procure más placer (y digo tal vez); pero, otras, los componentes de esta melodía literal destacan manifiestamente y arrebatan el oído. Por eso se convierte en un problema de conciencia elegir los ejemplos; y ya que no puedo sin más pedir ayuda al lector, me limitaré a ofrecerle el motivo y la historia de cada elección. He elegido los dos primeros, uno en prosa y otro en verso, sin previo análisis, por ser pasajes sugestivos que habían estado resonando en mis oídos durante mucho tiempo.

I cannot praise a fugitive und cloistered virtue, unexercised and unbreuthed, that never sallies out and sees her adversary, but slinks out of the race where that inmortal garland is to be run for, not without dust und heat.[5]

Hasta «virtue», la s y la r se anuncian y repiten de una forma comedida, y el grupo casi inseparable pvf aparece, a guisa de nota de adorno, en su totalidad [6]. La frase siguiente marca un período de reposo, casi feo, con unas y una r todavía audibles, y la b se introduce como el desarrollo final del grupo pvf. En las cuatro frases siguientes, desde «that never» hasta «is to be run for», la máscara cae y, salvo una ligera repetición de la v y la f, todo el tema vuelve, demasiado explícitamente, a la s y la r; las toma primero la delantera y después la r. En la última frase se abandonan de golpe todas las letras favoritas, incluida la a cerrada, por la que es apenas perceptible una tímida preferencia; y para hacer más evidente la ruptura, todas las palabras terminan en dental, y todas salvo una en t, solución para la que cautamente se nos ha preparado desde el principio. La singular dignidad de la primera frase y el mazazo de la última contribuyen decididamente al encanto de esta oración exquisita. Mas justo es reconocer que la s y la r están muy torpemente utilizadas.

In Xanadu did Kubla Khan

(KÅNDL)

A stately pleasure dome decree,

(KDLSR)

Where Alph the sacred river run,

(KÅNDLSR) 

Through caverns measureless to man,  

(KÅNLSR)

Down to the sunless sea. [7]

(NDLS)

 

 

En este ejemplo he puesto el análisis del grupo inicial junto a los versos respectivos; y cuanto más se observan, más interesantes resultan. Pero aún hay más. En los versos dos y cuatro las habitual alterna delicadamente con la z. En el tercero la a cerrada alterna dos veces con la a abierta, ya sugerida en el segundo verso, y en las dos ocasiones («where» y «sacred») en unión de la r. En el mismo verso la f y la v (armónicas entre sí, aunque privadas de su compañera la p) están admirablemente contrastadas. Y en el cuarto aparece una m auxiliar muy marcada, que a su vez ya se anuncia en el segundo. Abandono por aburrimiento, pero podría decirse mucho más.

El siguiente ejemplo de Shakespeare fue traído a colación recientemente como muestra del sentido cromático del poeta. Debo decir que yo no creo que la literatura tenga gran cosa que ver con el color o que los poetas sean en cierto modo los mejores en este sentido; y ataqué inmediatamente este pasaje, ya que «purple» era el vocablo que había complacido tanto al autor del artículo, con ánimo de averiguar si no habría alguna razón estrictamente literaria para utilizarlo. Como se verá, lo conseguí sobradamente, y debo decir que el pasaje me parece excepcional en la obra de Shakespeare y, sin duda, en la historia de la literatura; pero no fue elección mía.

The baRge she sat iN, like a BURNished throNe

BURNt oN the water: the POOP was BeateN gold,

PURPle the sails and so PERFumed that

The wiNds were love-sick with them. [8]

Se me podría preguntar por qué razón he escrito la f de «perfumed» con mayúscula; a esto respondería que este cambio de la p a la f completa el de la b a la p, tan hábilmente realizado. En verdad, todo el pasaje es un monumento de singular ingenio; y apenas es necesario indicar la s, la l y la v auxiliares. En el mismo artículo se citaba, también como ejemplo de su sentido cromático, un segundo pasaje de Shakespeare:

A mole cinque-spotted like the crimson drops

I’ the bottom of a cowslip.  [9] 

Es muy sorprendente, muy artificial, y no merece un análisis en profundidad: hágalo el lector. Pero antes de volver la espalda a Shakespeare, quisiera citar un pasaje por gusto y como modelo a seguir por todas las artes técnicas:

But in the wind and tempest of her frown,

W.P.V. [10] F. (st) (ow)   

Distinction, with a loud and powerful fan,

W.P.F. (st) (ow) L

Puffing at all, winnows the light away;

W.P.F.L.

And what hath mass and matter by itself

W.F.L.M.Å.

Lies rich in virtue and unmingled.[11]

V.L.M.

De estos escritores delicados y escogidos paso, no sin cierta curiosidad, a un intérprete del bombo ―Macaulay. Obraba en mi poder la edición de su obra en dos volúmenes, y abrí el segundo por el principio. Leí lo siguiente:

The violence of revolutions is generally proportioned to the degree of the maladministration which has produced them. It is therefore not strange that the government of Scotland, having been during many years greatly more corrupt than the government of England, should have fallen with a far heavier ruin. The movement against the last king of the house of Stuart was in England conservative, in Scotland destructive. The English complained not of the law, but of the violation of the law.[12]

Era bien sencillo; nuestro amigo pvf se mantenía a flote merced a un conjunto de líquidas; pero al continuar leyendo y volver la página, y todavía encontrar pvf con su cortejo de líquidas, confieso que recelé profundamente. No podía tratarse de una triquiñuela de las de Macaulay; debía ser la naturaleza misma de la lengua inglesa. Con una suerte de desesperación, pasé las páginas hasta la mitad del volumen; y allí, sorprendiendo a su majestad recién llegado de Claverhouse y a Killiecrankie en tratos con el general Cannon, en una ortografía reveladora, se hallaba mi recompensa:

Meanwhile the disorders of Kannon’s Kamp went on inKreasing. He Kalled a Kouncil of war to Konsider what Kourse it would be advisable to taKe. But as soon as the Kouncil had met, a preliminary Kuestion was raised. The Army was almost eKsKlusively a Highland army. The recent viKtory had been won eKsKlusively by Highland warrior. Great chiefs who had brought siKs or seven hundred fighting men into the field did nor think it fair that they should be outvoted by gentlemen from Ireland, and from the Low Kountries, who bore indeed King James’s Kommision, and where Kalled Kolonels und Kaptains, but who were Kolonels without regiments and Kaptains without Kompanies.[13]

¡Una muestra de fv en este universo de kas! No era, pues, la lengua inglesa el instrumento de una sola cuerda, sino Macaulay un incomparable pintor de brocha gorda.

Sin duda fue el amor atávico por repetir un mismo sonido, más que alguna pretensión de claridad, lo que le indujo a adoptar la irritante costumbre de repetir palabras; y digo más lo primero que lo segundo porque tal subterfugio auditivo está profundamente arraigado y es más natural en el hombre que cualquier consideración lógica. No cabe duda de que son pocos los escritores realmente conscientes de lo mucho que fuerzan la melodía de las palabras. Uno de ellos, que escribía con aplicación y preocupado tan sólo del significado de sus palabras y del ritmo de sus frases, quedó asombrado del abrumador éxito de sustituir una expresión por otra. Ninguna de ellas hacía cambiar el significado; al ser las dos monosílabas, no alteraban la métrica; y sólo releyendo lo que había escrito con anterioridad pudo resolver el misterio; había una a abierta en la segunda palabra, y durante casi media página había cabalgado hasta reventar sobre esa vocal.

Debo añadir, sin embargo, que en la práctica el oído nunca es tan exigente; y los escritores corrientes, en circunstancias corrientes, se contentan con evitar asperezas y reforzar aquí y allá, en alguna ocasión rara, una frase o enlazar dos mediante una asonancia a modo de remiendo o el momentáneo tintineo de una aliteración. Podemos comprender hasta qué punto esta preocupación es constante en los buenos escritores, aun si los resultados son menos aparentes, cuando prestamos atención a los malos. En ellos hay cacofonías memorables, el traqueteo de consonantes incongruentes sólo aliviado por algún hiato estropajoso, y frases enteras difícilmente articulables por ninguna facultad humana.

5.      Conclusión.

Ahora ya podemos enumerar brevemente los elementos del estilo. Es propio del prosista la frase larga, rítmica y grata al oído, que nunca cae en una métrica rígida; del versificador, combinar y contrastar el modelo doble, triple y cuádruple, los pies y los grupos, la métrica y la lógica, de forma armoniosa en la diversidad; y es común a ambos la tarea de combinar ingeniosamente en frases musicales los elementos básicos del lenguaje; la tarea de tejer el argumento en una textura de frases preñadas y períodos acabados, especialmente vinculada a la prosa; y la tarea también común a ambos de elegir palabras adecuadas, explícitas y expresivas. Ello nos permite entrever las dificultades que entraña un pasaje perfecto; el número de facultades, de gusto o de sentido común que hay que ejercitar durante su ejecución; y la razón por la cual, una vez concluido, nos produce un placer tan hondo. Desde la ordenación de palabras concordantes, de la sensualidad y el arabesco, hasta la factura de la oración elegante y fecunda, acto vigoroso de la inteligencia, es rara la facultad humana que no se ejercite. No nos sorprenda, pues, si son raras las frases perfectas, más raras aún las páginas perfectas.

 

 

 

[1] Nota de TdP: Butler, Hudibras (1663), pt. II, canto III, versos 5-6. «Cuanto menos entienden,/más admiran el al prestidigitador.»

[2] Milton.

Nota y trad. de TdP: El paraíso perdido (1667), libro sexto, verso 1. «Durante toda la noche, el valeroso ángel, sin perseguidor.»

[3] Nota y trad. de TdP: «O elegíaca Tarento»

[4] Milton.

Nota y trad. de TdP: El paraíso reencontrado (1671), libro tercero, verso 240. «Atenas, ojo de Grecia, madre de las artes.»

[5] Milton

Nota y trad. de TdP: Milton, Aeropagitica (1644). «No puedo alabar una virtud fugitiva y encerrada, sin ejercicio ni crianza, que nunca sale y ve a su adversario, sino que se escabulle de la carrera donde se va a luchar por la inmortal guirnalda, no sin polvo y calor».

[6] Dado que el grupo pvf seguirá persiguiéndonos obsesivamente a través de nuestros ejemplos ingleses, tomad, a modo de comparación, este verso latino en el que constituye un adorno principal, y del que no me hago responsable en lo que toca a la libertad, muy romana, de significado: «Hanc volo, quae facilis, quae palliolata vagatur».

Nota y trad. de TdP: Marcial, Epigrama 32, verso 1. «Esto quiero, a aquella, a aquella que deambula con capa ligera.»

[7] Coleridge.

Nota y trad. de TdP: Kubla Kahn (1816), versos 1-5. «En Xanadu, Kubla Kahn hizo/un decreto de zona de recreo,/donde el sagrado río Alph corre,/por inconmensurables cavernas para el hombre,/hacia el mar sin sol.»

[8] Antonio y Cleopatra.

Nota y trad. de TdP: Shakespeare, Antonio y Cleopatra (1607), acto II, escena II, versos 2-5. «La barcaza en la que se sentaba, cual trono bruñido,/incendiaba en el agua: la popa estaba bañada en oro,/violetas las velas y tan perfumadas que/ el viento moría de amor por ellas.»

[9] Cimbelino.

Nota y trad. de TdP: Shakespeare, Cimbelino (1610), acto II, escena II, versos 38-39. «Una marca de cinco manchas, como el carmín cae/en el cáliz de una prímula.»

[10] La V aparece en of.

[11] Troilo y Cresida

Nota y trad. de TdP: Troilo y Cresida (1816), acto I, escena III, versos 26-30. «Pero en el viento y la tempestad de su ceño,/la distinción, con amplio y poderoso abanico,/soplando a todos, espanta la luz;/y lo que tiene masa y materia en sí mismo/ricamente queda puro y sin mezcla.»

[12] Nota y trad. de TdP: Macaulay, History of England (1848), vol. 3, p. 227. «La violencia de las revoluciones normalmente es proporcional al grado de mala administración que las ha producido. Por tanto, no es extraño que el gobierno de Escocia, habiendo sido durante muchos años bastante más corrupto que el gobierno de Inglaterra, debería haberse arruinado muchísimo más. El movimiento frente al último rey de la casa Estuardo de Inglaterra era conservador; en Escocia, destructivo. Los ingleses se quejaban, no de la ley, sino de la violación de la ley.»

[13] Nota y trad. de TdP: Macaulay, History of England (1848), vol. 3, p. 337. «Mientras tanto, los desórdenes del campamento de Cannon siguieron aumentando. [Cannon] convocó un consejo de guerra para considerar qué curso de acción sería más aconsejable. En cuanto el consejo se reunió, surgió una cuestión preliminar. La armada era casi exclusivamente un ejército de soldados de las Highlands de Escocia. La última victoria había sido obtenida exclusivamente por guerreros de las Highlands. Los grandes jefes que habían aportado seiscientos o setecientos soldados al campo de batalla no consideraban justo tener un voto menor que los nobles irlandeses y los caballeros de las zonas del sur que llevaban el encargo del rey Jaime, los cuales eran llamados coroneles y capitanes, aunque fuesen coroneles sin regimientos y capitanes sin compañías.»