JACK Y ALICE

(1790)

 Jane Austen (1775–1817)

 

Dedicada con todo respeto al señor Francis William Austen,

Guardia Marina a bordo del Barco Real Perseverance,

por su fiel y humilde servidora,

LA AUTORA

 

CAPÍTULO PRIMERO

Hace mucho tiempo, el señor Johnson tenía unos cincuenta y tres años; doce meses más tarde  cumplió cincuenta y cuatro, algo que le hizo tan feliz que decidió celebrar su siguiente cumpleaños con una mascarada para sus hijos y sus amigos. Con tal motivo, el día de su quincuagésimo cumpleaños se enviaron invitaciones a todos sus vecinos. Lo cierto es que sus conocidos en esa parte del mundo no eran demasiado numerosos, y se limitaban a Lady Williams, al señor y la señora Jones, a Charles Adams y a las tres señoritas Simpson, quienes  componían el vecindario de Tramposería y a su vez la comitiva de la mascarada.

Antes de ofrecer un relato de aquella noche, será mejor que haga una descripción a mis lectores de las personas y personajes que formaban el grupo de sus conocidos.

El señor y la señora Jones eran ambos bastante altos y muy apasionados, si bien, por otra parte, tenían bastante buen carácter y eran personas de buena educación. Charles Adams era un joven amable, instruido y cautivador; de una belleza tan deslumbrante que solamente las águilas podían mirarle de frente.

La señorita Simpson era una persona agradable, tanto por sus modales como por su disposición, siendo su única falta una ilimitada ambición. Su hermana Sukey era envidiosa, resentida y maliciosa. Su cuerpo era pequeño, gordo y desagradable. Cecilia (la más pequeña) era muy bonita pero demasiado afectada para resultar agradable.

En Lady Williams se daban cita todas las virtudes. Era una viuda con una dote nada despreciable y el eco de lo que había sido una cara muy bonita. Aunque era benevolente y franca, era generosa y sincera; aunque pía y buena, era religiosa y amable, y aunque elegante y agradable, era refinada y divertida.

Los Johnson eran una familia de amor, y aunque tenían cierta adicción a la botella y a los dados, también contaban con muchas cualidades estupendas.

Así era el grupo que se reunía en el elegante Salón de la Corte de Johnson, en el cual y dentro del grupo de las máscaras femeninas, la encantadora figura de una sultana era la más notable. Del grupo masculino, la máscara que representaba el sol era la más  admirada de todas. Los rayos que despedían sus ojos eran como los del glorioso luminario, aunque infinitamente superiores. Tan intensos eran que nadie se atrevía a moverse a menos de media milla de distancia de ellos; de esa forma, su propietario  contaba con la mejor parte del salón para él, ya que éste no medía más de tres cuartos de milla de largo por media de ancho. Finalmente, los caballeros encontraron que la fiereza de sus rayos era de lo más inconveniente para la concurrencia, ya que los obligaba a apiñarse en una esquina de la habitación con los ojos medio cerrados, por medio de los cuales, por cierto, la compañía descubrió que se trataba de Charles Adams vestido con su capa verde de todos los días, y sin máscara de ningún tipo.

Una vez ligeramente disminuido su asombro, su atención se vio atraída por dos dominós que avanzaban presos de un estado terriblemente apasionado. Ambos eran muy altos, si bien parecían tener muchas cualidades estupendas.

─Éstos son el señor y la señora Jones ─dijo el ingenioso Charles.

Y ciertamente lo eran. ¡Nadie podía imaginar quién podía ser la sultana! Hasta que, por fin, al dirigirse a una bella Flora que estaba reclinada  en un sofá en estudiada pose, con un «¡Oh, Cecilia, ojalá fuera de verdad lo que pretendo ser!», el genio siempre vivo de Charles Adams descubrió que se trataba de la elegante pero ambiciosa Caroline Simpson, de la misma forma en que, con toda razón, imaginó que la persona a la que dirigía estas palabras era su encantadora pero afectada hermana Cecilia.

A continuación, la Compañía avanzó hacia una mesa de juegos donde se sentaban tres dominós (cada uno de ellos con una botella en la mano) muy concentrados en lo que hacían; pero una fémina que representaba la Virtud huyó con apresurados pasos de aquella tremenda escena, mientras una mujer pequeñita y gorda que representaba la Envidia se saciaba contemplando, alternativamente, las frentes de los tres jugadores. Charles continuó mostrándose tan brillante como siempre y pronto descubrió que  el grupo que se hallaba jugando estaba formado por los tres Johnson, que la Envidia era Sukey Simpson y que la Virtud era Lady Williams.

Los miembros de la compañía se quitaron entonces las máscaras y se dirigieron a otra habitación para participar en una diversión elegante y bien organizada, tras lo cual, y después de que los tres Johnson hubiesen zarandeado bien la botella, la comitiva al completo, sin exceptuar siquiera a la Virtud, fue transportada de vuelta a su casa,  borracha como una cuba.

 

CAPÍTULO SEGUNDO

La mascarada dio generoso tema de conversación a los habitantes de Tramposería ─tanto como para tres meses─, si bien ninguno de los participantes fue objeto de tantos comentarios como Charles Adams. La singularidad de su aspecto, los rayos que despedían sus ojos, el resplandor de su ingenio, y el tout ensemble de su persona habían robado el corazón de tantas de las jóvenes damas, que de las seis presentes en la mascarada, sólo cinco no se habían enamorado de él. Alice Johnson era la desgraciada sexta, cuyo corazón no había podido resistir el poder de sus encantos. Por extraño que pueda parecer a mis lectores que tanta calidad y excelencia como el hombre poseía sólo hubiese conquistado el corazón de esta dama, será necesario recordarles que el corazón de las señoritas Simpson estaba a resguardo de su poder, gracias a la  ambición,  la envidia y la vanidad.

Todos los deseos de Caroline se centraban en un marido con título, mientras que para Sukey, tanta excelencia superior sólo podía despertar en ella la eEnvidia, no el amor; en cuanto a Cecilia, sentía un apego demasiado tierno por ella misma para fijarse en otra persona. Por lo que se refiere a Lady Williams y a la Señora Jones, la primera era demasiado sensata para enamorarse de alguien mucho más joven que ella, y la última, aunque muy alta y muy apasionada, estaba demasiado encantada con su marido para pensar en algo así.

Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos de la Señorita Johnson por descubrir en él un signo de interés hacia ella, el frío e indiferente corazón de Charles Adams, inmutable ante cualquier ser viviente, preservó la libertad que le era propia. Educado con todos, parcial ante nadie, continuó siendo el encantador y encantado, pero insensible Charles Adams.

Una noche en la que Alice se encontraba un tanto enardecida por el vino (casualidad no del todo infrecuente), decidió buscar consuelo para su desordenada cabeza y su corazón enfermo de amor en la conversación de la inteligente Lady Williams.

Encontró a la señora en casa, como era costumbre en ella, ya que no era  muy  aficionada a salir y a que, como el gran Sir Charles Grandison, rechazaba decir que no estaba en casa si lo estaba, pues consideraba ese método, que entonces estaba en boga y que consistía en desembarazarse de los visitantes desagradables, no menos que lo que lisa y llanamente se conoce por bigamia.

A pesar del vino que había estado bebiendo, la pobre Alice estaba extrañamente animada. No podía pensar en nada que no fuera Charles Adams, no podía hablar de nada que no fuera él, y en seguida se puso a hablar tan abiertamente del tema que Lady Williams no tardó en descubrir el afecto no correspondido que la muchacha sentía por él, lo cual despertó su piedad y su compasión tan intensamente que se dirigió a ella de la manera siguiente:

─Percibo con demasiada claridad, mi querida señorita Johnson, que su corazón no ha podido resistir los fascinantes encantos de este joven y la compadezco sinceramente. ¿Se trata de su primer amor?

─En efecto.

─Siento un pesar aún mayor al escuchar eso. Yo misma soy un triste ejemplo de las miserias de la vida, en general en lo concerniente a un primer amor, y estoy decidida a evitar una desgracia similar en el futuro. Espero que no sea demasiado tarde para que usted haga lo mismo. Si es así, esfuércese, mi querida niña, para protegerse de un peligro tan grande. Un segundo afecto raras veces se vive con serias consecuencias; contra eso, por tanto, no tengo nada que decir. Protéjase contra un primer amor y no tendrá nada que temer contra un segundo.

─Señora, mencionó usted algo sobre haber sufrido usted misma la desgracia de la que con tanta bondad quiere que yo me libre. ¿Me favorecería usted con el relato de su vida y de sus aventuras?

─Será un placer, querida.

 

CAPÍTULO TERCERO

─Mi padre era un caballero de considerable fortuna en Berkshire, siendo yo y unos cuantos más sus únicos hijos. Tenía sólo seis años cuando tuve la desgracia de perder a  mi madre y, siendo por aquel entonces joven y tierna, en vez de enviarme a la escuela, mi padre contrató a una mañosa institutriz para que velara por mi educación en casa. Mis hermanos fueron enviados a escuelas acordes con su edad y mis hermanas, todas más pequeñas que yo, quedaron todavía al cuidado de su niñera.

»La señorita Dickins era una institutriz excelente, que me instruyó en los senderos de la virtud. Bajo su tutela me hacía cada día más amable, y quizá hubiera alcanzado la perfección de no ser porque mi valiosa preceptora me fue arrancada de los brazos. Tenía yo diecisiete años. Nunca olvidaré sus últimas palabras: «Mi querida Kitty ─me dijo─ buenas noches». No la volví a ver ─continuó Lady Williams, secándose las lágrimas─. Se fugó aquella misma noche con el mayordomo.

»Al año siguiente, fui invitada a pasar el invierno en la ciudad en casa de una parienta lejana de mi padre. La Señora Watkins era una dama con distinción, familia y fortuna. En general se la consideraba una mujer bonita, aunque, por mi parte, yo nunca la creí muy hermosa. Tenía una frente muy ancha, sus ojos eran demasiado pequeños y tenía demasiado color en las mejillas.»

─¿Cómo es posible? ─interrumpió la señorita Johnson, enrojeciendo de rabia─. ¿Cree usted que alguien puede tener demasiado color en las mejillas?

─Desde luego que lo creo, y le diré por qué, mi  querida Alice. Cuando una persona tiene un grado demasiado elevado de rojo en su tez, su cara ofrece, a mi juicio, un  aspecto demasiado rojo.

─Pero, señora mía, ¿puede tener una cara un aspecto demasiado rojo?

─Sin duda, mi querida señorita Johnson, y le diré por qué. Cuando una cara tiene un aspecto demasiado rojo, no tiene las mismas ventajas que cuando es más pálida.

─Le ruego que continúe con su historia.

─Pues bien, como le decía antes, fui invitada por esta dama a pasar varias semanas con ella en la ciudad. Muchos caballeros la consideraban hermosa pero, en mi opinión, su frente era demasiado ancha, sus ojos demasiado pequeños y tenía demasiado color en las mejillas.

─En ese punto, señora, y como dije antes, debe de estar equivocada. La señora Watkins no podía tener demasiado color en las mejillas ya que nadie puede tener demasiado color en las mejillas.

─Perdóneme, querida, si no coincido con usted en ese particular. Déjeme que me explique con claridad. Mi idea del caso es la siguiente: cuando una mujer tiene una gran proporción de color rojo en las mejillas, es que tiene mucho color.

─Pero, señora, yo niego que sea posible para alguien tener demasiada proporción de  color rojo en las mejillas.

─¿Y qué pasa, querida, si lo tienen?

La señorita Johnson había perdido por entonces toda su paciencia, algo que se acentuaba quizá por el hecho de que Lady Williams continuaba inflexiblemente fría. Deberá recordarse, sin embargo, que la dama, al menos en un respecto, contaba con una gran ventaja sobre Alice; quiero decir, por el hecho de no estar borracha, ya que cuando se acaloraba con el vino y se enardecía de pasión, tenía muy poco control sobre su temperamento.

La disputa terminó por ser tan encendida por parte de Alice que «de las palabras casi pasó a las manos». Afortunadamente, el señor Johnson entró en la habitación y con cierta dificultad consiguió arrancarla de Lady Williams, de la señora Watkins y de sus sonrosadas mejillas.

 

CAPÍTULO CUARTO

Mis lectores imaginarán quizá que después de un fracaso semejante no podía subsistir la menor relación entre los Johnson y Lady Williams, pero en eso se equivocarán, porque esta dama era demasiado inteligente para enfadarse por una conducta que no podía dejar de ver como consecuencia natural de la ebriedad, y Alice sentía un respeto demasiado sincero por Lady Williams y una inclinación demasiado grande por su Clarete para no hacer todas las concesiones que estuvieran en su mano.

Unos días después de su reconciliación, Lady Williams llamó a la señorita Johnson para proponerle un paseo por un bosque de limoneros que se extendía desde la pocilga de la dama hasta los abrevaderos de caballos de Charles Adams. Alice era muy consciente de la amabilidad de Lady Williams al proponerle un paseo como aquél y se sentía demasiado feliz con la perspectiva de ver al final de este paseo uno de los abrevaderos de caballos de Charles como para no aceptar la invitación con visible contento. No habían caminado mucho cuando la reflexión sobre la felicidad que le aguardaba se vio interrumpida por estas palabras de Lady Williams:

─Me he abstenido hasta ahora de continuar con la historia de mi vida, mi  querida Alice, porque no deseaba traerle a la memoria una escena que (ya que parece producirle más rechazo que crédito) creí mejor olvidar que recordar.

Alice ya había empezado a ponerse colorada y a hablar, cuando la dama, dándose cuenta de su incomodidad, continuó de la siguiente manera:

─Me temo, mi querida niña, que acabo de ofenderla con mis palabras. Le aseguro que no es mi intención perturbarla con el recuerdo de algo que ya no puede remediarse. Al contrario de lo que mucha gente piensa, no creo que pueda culpársele demasiado, porque cuando una persona se encuentra bajo los efectos del licor, nunca se sabe lo que puede hacer.

─Señora, esto es demasiado. Insisto en que…

─Mi querida niña, no se angustie más por el asunto, le aseguro que he olvidado por completo cualquier cosa relacionada con él. No me sentí enfadada en aquel momento, porque me di cuenta todo el tiempo de que estaba usted borracha como una cuba, y sabía que no podía evitar decir las extrañas cosas que decía. Pero veo que la perturbo, de modo que cambiaré de tema y desearé que no vuelva a mencionarse. Recuerde que está todo olvidado. Y ahora continuaré con mi historia, pero debo insistir en que no le haré una descripción de la Señora Watkins. Eso no haría sino revivir viejas historias y, como al fin y al cabo usted nunca la conoció, le dará igual que su frente fuera demasiado ancha, sus ojos fuesen demasiado pequeños, o que tuviese demasiado color en las mejillas.

─¡Otra vez! Lady Williams, esto es demasiado.

Tan irritada estaba la pobre Alice con el recordatorio de la vieja historia, que no sé lo que hubiera sucedido de no ser porque otro asunto atrajo la atención de ambas. Una encantadora joven, que yacía bajo un limonero, aparentemente presa de un gran dolor, era un asunto demasiado interesante para no atraer su atención. Olvidando su disputa, ambas avanzaron hacia ella con compasiva ternura y le hablaron en estos términos:

─Bella ninfa, parece usted acosada por alguna desgracia que, si nos informara sobre su naturaleza, nos gustaría poder aliviar. ¿Nos favorecería con la historia de su vida y de sus aventuras?

─Con mucho gusto, señoras, si son ustedes tan amables de sentarse. Ambas tomaron asiento y ella comenzó a hablar de esta manera.

 

CAPÍTULO QUINTO

─Procedo del norte de Gales, donde mi padre es uno de sus sastres más principales. Teniendo una familia muy numerosa, no le costó mucho que una hermana de mi madre, una viuda bien situada, que posee una taberna en un pueblo vecino al nuestro, le convencieran de que esta última me tomara a su cargo y corriera con los gastos de mi educación. En consecuencia, he vivido con ella los últimos ocho años de mi vida, durante los cuales contrató para mí a los más cualificados maestros, quienes me enseñaron todas las cosas que debe conocer una persona de mi sexo y de mi rango. Bajo su tutela aprendí baile, solfeo, dibujo y varios idiomas, gracias a lo cual me convertí en la hija de sastre mejor educada de Gales. Nunca hubo una criatura más feliz que yo, hasta que hace medio año… Pero quizá debería haberles dicho antes que la propiedad más importante de nuestra vecindad pertenece a Charles Adams, el propietario de la casa de ladrillo,  aquella casa que ven ustedes.

─¡Charles Adams! ─exclamó la asombrada Alice─. ¿Conoce usted a Charles Adams?

─Sí, señora, para mi desgracia. Vino hará medio año a cobrar las rentas de la propiedad que acabo de mencionar. Fue entonces cuando le vi por primera vez. Como parece conocerle, señora, no necesito describirle lo maravilloso que es. No pude resistir sus encantos…

─¡Ah! ¿Quién podría? ─dijo Alice con un profundo suspiro.

─Como mi tía mantenía una íntima amistad con su cocinera, decidió, a petición mía, intentar averiguar, por medio de su amiga, si había alguna posibilidad de que éste correspondiera a mi afecto. Con este fin, fue una tarde a tomar el té con la señora Susan, quien en el curso de la conversación hizo mención de la bondad de su posición y de la bondad de su amo; tras lo cual, mi tía comenzó a sonsacarla con tanta destreza que, en poco tiempo, Susan le dijo que no creía que su amo se casara nunca, «porque ─dijo─ me ha declarado muchas, muchas veces, que su esposa, quienquiera que fuese, debía poseer juventud, belleza, alta cuna, ingenio, merecimientos y dinero. Muchas veces he intentado ─continuó─ razonar con él sobre esta  resolución y convencerle de la improbabilidad de que encuentre a una dama semejante, pero mis argumentos no han tenido el menor efecto y continúa tan firme en su resolución como siempre.».

»Pueden imaginarse, señoras, mi desconsuelo al escuchar esto; pues, a pesar de verme provista de juventud, belleza, ingenio y merecimientos, y a pesar de ser la probable heredera de la casa de mis tías y de su negocio, él podía considerarme deficiente en términos de rango y, por lo tanto, inmerecedora de su mano.

»No obstante, decidí dar un paso muy atrevido y le escribí una carta  sumamente amable, ofreciéndole con gran ternura mi mano y mi corazón. Como contestación, recibí una furiosa y displicente negativa. Creyendo que quizá se trataba más del efecto de su modestia que de otra cosa, volví a insistir sobre el asunto; pero él no contestó nunca más a mis cartas y poco después abandonó el condado. Tan pronto como supe de su marcha,  le escribí aquí, informándole de que en poco tiempo tendría el honor de esperarle en Tramposería, sin recibir respuesta alguna. Elegí entonces tomar su silencio como muestra de consentimiento. Dejé Gales, sin decírselo a mi tía, y llegué aquí esta mañana después de un fatigoso viaje. Al preguntar dónde estaba su casa, me indicaron que cruzara este bosque, y la casa es aquella que ustedes pueden ver. Con el corazón alborozado por la esperada felicidad de contemplarle, entré en la casa y continué avanzando por su interior, cuando me sentí repentinamente cogida por una pierna y al examinar la causa, me  encontré con que había caído en una de esas trampas de acero tan comunes en las tierras  de los caballeros.

─¡Ah! ─exclamó Lady Williams─. ¡Cuánta suerte hemos tenido de encontrarla, porque de otra forma quizá hubiésemos compartido con usted la misma suerte!

─Sí, señoras, verdaderamente es una suerte para ustedes que yo les haya  precedido.  Grité como pueden fácilmente imaginar, hasta que los bosques resonaron con mis gritos y hasta que uno de los criados del despreciable vino en mi ayuda y me liberó de la terrible prisión, pero no antes de que una de mis piernas se rompiera totalmente.

 

CAPÍTULO SEXTO

Ante este melancólico recital, los bellos ojos de Lady Williams se  encontraban arrasados en lágrimas y Alice no pudo evitar la siguiente exclamación:

─¡Oh, qué crueldad la de Charles, que rompe los corazones y las piernas de  todas las  que le quieren bien!

Lady Williams, entonces, la interrumpió y observó que la pierna de la  joven dama debía ser atendida sin la menor dilación. Tras examinar la fractura, se puso manos a la  obra inmediatamente y llevó a cabo la operación con gran habilidad, algo de todo punto maravilloso teniendo en cuenta que nunca antes había hecho nada semejante. Entonces Lucy se levantó del suelo y, dándose cuenta de que podía caminar con una enorme facilidad, las acompañó hasta la casa de Lady Williams a petición particular de la dama.

La perfecta figura, el bello rostro y las elegantes maneras de Lucy ganaron de tal modo el afecto de Alice que cuando se separaron, lo que no  sucedió hasta después de la cena, le aseguró que después de su padre, hermano, tíos, tías, primos y otros parientes, Lady Williams, Charles Adams y media docena de amigos particulares, la amaba casi más que a cualquier otra persona en el mundo.

Una afirmación tan halagadora hubiera proporcionado lógicamente un gran placer a Lucy, de no ser porque se había dado perfecta cuenta de que la amable Alice se había despachado a gusto con el clarete de Lady Williams.

Esta dama (cuya capacidad de discernimiento era grande) leyó en el inteligente rostro de Lucy lo que pensaba sobre el asunto y, tan pronto como la señorita Johnson se marchó, se dirigió a ella de esta manera:

─Cuando conozca un poco mejor a mi Alice, no se sorprenderá, Lucy, de ver cómo la querida criatura bebe un poco más de la cuenta; porque cosas como ésta pasan todos los días. Esta muchacha tiene muchas raras y encantadoras cualidades, pero la sobriedad no es una de ellas. En realidad, la familia en pleno es un triste ejemplo de borrachos. Lamento decir que nunca conocí a tres más viciosos del juego que ellos, Alice en particular. Pero es una niña encantadora. Me imagino que su temperamento no es uno de los más dulces del mundo ─¡la verdad es que la he visto en cada arrebato!─, pero es una joven encantadora. Estoy segura de que le gustará. Me cuesta pensar en alguien más amable. ¡Si hubiese podido verla la otra noche! ¡Qué manera de desvariar! ¡Y por una cosa tan nimia! Realmente es una niña encantadora y siempre la querré.

─Según su descripción, parece tener muy buenas cualidades ─replicó Lucy.

─¡Oh, miles! ─contestó Lady Williams─. Aunque es  posible que sea demasiado parcial y a la hora de ver sus verdaderos defectos me ciegue el afecto que siento por ella.

 

CAPÍTULO SÉPTIMO

A la mañana siguiente, las tres señoritas Simpson se dirigieron a la casa de Lady Williams, quien las recibió con la mayor educación y les presentó a Lucy, con la cual la mayor de las hermanas estaba tan encantada que, al despedirse de ella, declaró que su única ambición en la vida era que las acompañara a Bath a la mañana siguiente, donde se disponían a pasar varias semanas.

─Lucy ─dijo Lady Williams─ es muy libre de hacer lo que quiera y espero que no dude en aceptar tan amable invitación por ningún tipo de consideración hacia mí. Realmente,  no sé cómo podré separarme de ella. Nunca ha estado en Bath y creo que disfrutaría muchísimo con ese viaje. Hable, querida ─continuó, dirigiéndose a Lucy─, ¿qué le parece acompañar a estas damas? Me sentiré terriblemente mal sin su compañía… Aunque, claro, sería muy agradable para usted y de verdad espero que vaya. Si decide ir, para mí será como la muerte… pero, por favor, que esto no la detenga.

Lucy les rogó que le dieran permiso para declinar el honor de acompañarlas, con muchas expresiones de gratitud hacia la extrema generosidad que la señorita Simpson había demostrado al invitarla.

La Señorita Simpson se mostró muy defraudada ante la negativa. Lady Williams insistió en que debía ir, declaró que nunca la perdonaría si no lo hacía y que nunca sobreviviría al hecho de que fuera. En resumen, utilizó argumentos tan persuasivos que, finalmente, se resolvió que debía ir. Las señoritas Simpson enviaron a buscarla a las diez de la mañana del día siguiente y Lady Williams tuvo pronto la satisfacción de recibir de su joven amiga la grata noticia de que había llegado a Bath sana y salva.

Quizá sea oporturno volver ahora al héroe de esta novela, el hermano de Alice, de quien creo que apenas he tenido ocasión de hablar, lo que en parte se deba probablemente a su triste afición al Licor; algo que de forma tan absoluta le privaba del uso de aquellas facultades con las que la naturaleza le había dotado y que explica que no hiciera nunca algo digno de mención. Su muerte se produjo poco después de la marcha de Lucy y fue la consecuencia natural de esta perniciosa práctica. Con el fallecimiento de éste, su hermana se convirtió en heredera única de una enorme fortuna, algo que, al darle renovadas esperanzas de parecer una esposa aceptable ante los ojos de Charles Adams, no podía dejar de agradarle muchísimo. De modo que como el efecto era motivo de alegría, la causa apenas podía lamentarse.

Consciente de que la violencia de su afecto no hacía sino aumentar día a día, decidió por fin confiarse a su padre y expresarle su deseo de que propusiera a Charles una unión entre ambos. Su padre le dio su consentimiento y partió una mañana a exponer el caso al joven. Siendo el señor Johnson un hombre de pocas palabras, no tardó mucho en decir lo que tenía que decir. La respuesta que recibió fue la siguiente:

─Señor, quizá se espere de mí que me muestre contento y agradecido por la oferta que me acaba de hacer, pero permítame que le diga que la considero una afrenta. Señor mío, sepa usted que me considero lo que se dice una belleza perfecta…, me pregunto dónde podría usted encontrar una figura más hermosa o una cara más encantadora que las mías. Por otra parte, creo que mis modales y mi trato son de la más exquisita finura: hay en ellos una elegancia y una peculiar delicadeza que no he encontrado en ninguna otra persona y que me resulta imposible describir. Modestia aparte, mis dotes para todas las lenguas, todas las ciencias, todas las artes y para todo, son superiores a las de cualquier otra persona en Europa. Mi temperamento es equilibrado, mis virtudes innumerables: no tengo igual. Siendo ésta mi condición, caballero, ¿puede decirme qué significa eso de que desea verme casado con su hija? Permítame que haga un rápido esbozo de usted y de ella. Le considero a usted, caballero, algo así como un muy buen hombre, en general; sin duda es usted un borrachuzo, pero eso no me importa. En cuanto a su hija, no es ni suficientemente bella, ni suficientemente amable, ni suficientemente inteligente, ni suficientemente rica para mí. De mi esposa no espero sino lo que mi esposa encontrará en mí: perfección. Éstos son, señor mío, mis sentimientos, de los cuales me honro. Sólo tengo una amiga, y me enorgullezco de tener sólo una. En estos momentos se encuentra preparándome la cena, pero si desea usted verla, la llamaré. Ella podrá informarle de que éstos han sido siempre mis sentimientos.

El Señor Johnson quedó satisfecho con la explicación y, expresando su agradecimiento al señor Adams por el retrato que había hecho de él y de su hija, se marchó.

Al escuchar de su padre el triste relato del poco éxito que había tenido la visita, la desgraciada Alice apenas pudo soportar su frustración y corrió a agarrarse a su botella, con lo que la frustración quedó en poco tiempo olvidada.

 

CAPÍTULO OCTAVO

Mientras se trataban estos asuntos en Tramposería, Lucy se dedicaba a conquistar todos los corazones de Bath. Quince días de estancia allí habían borrado en ella casi todo recuerdo del cautivador Charles. La memoria de lo que había sufrido su corazón a causa de sus encantos, y su pierna por la trampa de caza de su propiedad, la permitían olvidar con tolerable facilidad; algo que estaba decidida a hacer. Con tal propósito, dedicaba cinco minutos cada día a apartarlo de su recuerdo.

Su segunda carta a Lady Williams contenía la agradable noticia de que había cumplido su empresa satisfactoriamente, mencionando también la proposición de matrimonio que había recibido del Duque de…, un hombre mayor, de noble fortuna, cuya mala salud era la razón principal de su viaje a Bath. Y continuaba:

Realmente no sé si quiero o no aceptar esta proposición, lo cual me hace sufrir. Veo las miles de ventajas que se derivarían de un matrimonio con el Duque, pues, al margen de otras menos importantes relacionadas con el rango y la fortuna, este matrimonio me proporcionaría un hogar, que es lo que deseo por encima de todo. Su amable deseo, señora, de que permanezca siempre a su lado  es noble y generoso, pero no puedo aceptar convertirme en una carga tan pesada para alguien a quien tanto estimo y valoro. Que uno sólo debería  recibir favores de la gente que desprecia es un sentimiento que me inculcó mi respetable tía en la niñez, y que, en mi opinión, no puedo llevar a cabo estrictamente. Según tengo entendido, la excelente mujer de la que hablo está ahora demasiado enfadada por mi imprudente marcha de Gales, como para recibirme de nuevo. Deseo ardientemente dejar a las damas con las que me encuentro ahora. Dejando a un lado la ambición, la señorita Simpson es verdaderamente muy amable, pero su segunda hermana, la envidiosa y malvada Sukey, es demasiado desagradable para la convivencia. Tengo razones para creer que la admiración que he despertado en los círculos de las gentes principales de este lugar, ha despertado su odio y su envidia, porque a menudo me ha amenazado, habiendo incluso intentado cortarme la garganta. Comprenderá, señora, que tengo razones para desear abandonar Bath y tener un hogar que me acoja. Aguardaré impaciente su consejo sobre el Duque.

Su muy agradecida, etc., etc.

LUCY

Lady Williams le envió su opinión sobre el asunto de la siguiente forma:

Mi queridísma Lucy, ¿por qué duda un momento sobre el Duque? He hecho algunas averiguaciones sobre su persona y he sabido que se trata de un hombre analfabeto y sin principios. ¡Jamás mi Lucy se unirá a un hombre semejante! Esta persona posee una enorme fortuna que no deja de crecer cada día. ¡Con cuánta nobleza la gastaría usted! ¡Qué crédito le daría a los ojos  de todo el mundo!

¡Cuánto le respetarían por la cuenta de su esposa! Pero no entiendo, mi queridísima Lucy, ¿por qué no toma una decisión inmediatamente y regresa a mí, para nunca más separarse de mi lado? Aunque admiro sus nobles sentimientos con respecto a los favores, le ruego que éstos no le impidan hacerme feliz. Sin duda esto me acarreará grandes gastos, tenerla siempre junto a mí…; gastos  que no podré soportar, pero ¿qué es eso en comparación con la felicidad que me procurará su compañía? Sé que me arruinará, por lo cual no creo que acepte usted superar estos argumentos o rechazar volver al lado de su más ferviente, etc., etc.

C.WILLIAMS

 

 

 

CAPÍTULO NOVENO

Cuál habría sido el efecto del consejo de Lady Williams, de haberlo recibido Lucy, es algo que no podemos saber, ya que éste llegó a Bath pocas horas después de que hubiera exhalado su último aliento. Lucy fue la víctima de la envidia y de la malicia de Sukey, quien, celosa de la superioridad de sus encantos y haciendo uso del veneno, la arrancó del mundo que se había rendido a sus pies, a la edad de diecisiete años.

Así murió la amable y encantadora Lucy, cuya vida no había sido marcada por ningún crimen, ni mancillada por falta alguna, salvo su imprudente marcha del lado de sus tías, y cuya muerte fue sinceramente lamentada por todos los que la conocieron. Entre sus amigos más afligidos se encontraban Lady Williams, la señorita Johnson y el Duque, de los cuales los dos primeros sentían un gran afecto por ella, especialmente Alice, quien había pasado una tarde entera en su compañía y nunca había vuelto a pensar en ella desde entonces. La aflicción de su gracia puede también entenderse, ya que perdió a alguien por quien, en el curso de los últimos diez días, había experimentado un tierno afecto y un sincero interés. El Duque lloró su pérdida con inquebrantable constancia durante quince días, al final de los cuales gratificó la ambición de Caroline Simpson elevándola al rango de Duquesa. De aquella forma vio por fin Caroline gratificada su máxima pasión y se sintió plenamente dichosa. Poco después, su hermana, la pérfida Sukey, se vio también gratificada de la forma que verdaderamente merecía, y que sus acciones demuestran que fue su eterno deseo. Su brutal asesinato fue descubierto y, a pesar de la intercesión de todos sus amigos, fue rápidamente llevada a la horca. La bella pero afectada Cecilia era demasiado consciente de la superioridad de sus propios encantos para imaginar que si Caroline se había podido comprometer con un Duque, ella podría aspirar sin problema al afecto de algún Príncipe, y sabiendo que los de su país natal estaban ya más que comprometidos, dejó Inglaterra y he oído decir que es ahora la sultana favorita del gran Mogul.

Mientras tanto, los habitantes de Tramposería se vieron sumidos en un estado de enorme sorpresa y perplejidad, ya que comenzó a circular la noticia del proyectado matrimonio de Charles Adams. El nombre de la dama era todavía un secreto. El señor y la señora Jones imaginaron que se trataba de la señorita Johnson; pero ésta estaba mejor informada. Todos sus temores se centraban en la cocinera de Charles, cuando, para el asombro de todos, éste se unió públicamente a Lady Williams.