(1988)
J. Tomeo (1932-2013)
Aldea y páramo. Sol de ocaso. PADRE e HIJO están sentados en la linde del camino que conduce al cementerio. Sobre la tierra húmeda, los gusanos avanzan gracias a las contracciones de una capa muscular subcutánea.
HIJO: Padre.
PADRE Dime.
HIJO: (Alargando el brazo y señalando el horizonte.) Mira aquel molino.
PADRE: ¿Dónde ves tú un molino?
HIJO: Allí.
PADRE: Aquello no es un molino, hijo.
HIJO: ¿Qué es, entonces?
PADRE: Un gigante.
HIJO: ¿Un gigante?
PADRE: No hay duda. Fíjate bien. Ahora está quieto, oteando el paisaje. Pero dentro de un momento se pondrá a caminar y a cada zancada avanzará una legua.
HIJO: (Tras un intervalo de silencio.) Padre.
PADRE: Dime.
HIJO: (Con voz compungida.) Yo no veo que sea un gigante.
PADRE: Pues lo es.
HIJO: ¿Un gigante con puertas y ventanas? ¿Un gigante con tejas y aspas?
PADRE: Un gigante.
HIJO: (Tras una pausa.) Padre.
PADRE: Dime.
HIJO: Yo sólo veo un molino.
PADRE: ¿Cómo? ¿Un molino?
HIJO: Sí, un molino. El mismo de siempre.
PADRE: (Con voz grave.) Tomás.
HIJO: Qué.
PADRE: (Volviendo lentamente la cabeza y mirando en derechura a los ojos del hijo.) Me preocupas.
Silencio. PADRE e HIJO permanecen inmóviles, sin cambiar ya más palabras. Llega por fin la noche y la luna se enciende.