EL LADRÓN

(1921)

J. Tanizaki (1886 – 1965)

 

Sucedió hace años, en la escuela donde me preparaba para ingresar en la Universidad Imperial de Tokio.

Mis compañeros de cuarto y yo solíamos pasar mucho tiempo en lo que llamábamos «estudiar a la luz de las velas» (había en ello muy poco estudio) y una noche, bastante después de apagar la luz eléctrica, estábamos los cuatro reunidos alrededor de una vela, hablando sin cesar.

Recuerdo que estábamos manteniendo una de nuestras confusas y acaloradas discusiones acerca del amor: problema que nos preocupaba mucho en aquel entonces. Luego, siguiendo su curso natural, la conversación recayó sobre el tema de los crímenes y nos encontramos hablando de estafas, robos y asesinatos.

—De todos los crímenes, el que cometeríamos más fácilmente sería el asesinato —fue Higuchi, el hijo del célebre profesor, quien hizo esta declaración—. Pero no me creo capaz de robar: no podría hacerlo. Creo que podría ser amigo de cualquier clase de persona, pero me da la sensación de que los ladrones pertenecen a otra especie,

Una sombra de desagrado ensombreció sus correctas facciones. Era como si aquel gesto hiciese resaltar su agradable aspecto.

—He oído decir que últimamente ha habido un brote de latrocinios en el dormitorio —esta vez fue Hirata quien habló—. ¿No es cierto? —preguntó volviéndose hacia Nakamura, el otro compañero de cuarto.

—Sí, y dicen que se trata de uno de los estudiantes.

—¿Por qué lo saben? —pregunté.

—Bueno, yo no he oído todos los detalles… —Nakamura bajó la voz en un murmullo confidencial—. Pero está sucediendo con tanta frecuencia que el trabajo tiene que ser casero.

—Y no es sólo eso —intervino Higuchi—, uno de los que viven en el ala norte, el otro día, iba a entrar en su habitación cuando alguien empujó la puerta desde dentro, le dio un golpe en la cara y se fue corriendo hacia el vestíbulo. Salió tras él, pero cuando llegó abajo el otro había desaparecido. De vuelta a su cuarto, encontró el baúl y los estantes tan revueltos que no cabía duda de que se trataba del ladrón.

—¿Le vio la cara?

—No, todo fue demasiado rápido, pero dice que, por su manera de vestir, parecía uno de nosotros. Según me contaron, iba corriendo por el vestíbulo con el abrigo echado por la cabeza: lo único seguro es que el abrigo tenía un escudo de vistaria.

—¿Un escudo de vistaria? —dijo Hirata—. Con eso no puede probarse nada.

Puede que sólo fuese mi imaginación, pero me pareció que me lanzaba una mirada sospechosa. Al mismo tiempo, me di cuenta de que yo había hecho una mueca, porque el escudo de mi familia es el dibujo de una vistaria. Era una casualidad que aquella noche no llevase yo el abrigo del escudo.

—Si es uno de nosotros no va a ser fácil cogerle. Nadie quiere creer que haya un ladrón entre nosotros.

Yo trataba de sobreponerme al embarazo que me causó aquel momento de debilidad.

—No, en un par de días le cogerán —dijo Higuchi con mucha seguridad. Le chispeaban los ojos—. Es un secreto, pero dicen que generalmente roba cosas en el vestuario del cuarto de baño y los celadores han estado vigilando durante tres o cuatro días; se esconden arriba y miran por un agujero.

—¿Sí? ¿Quién te lo ha dicho? —lo interrogó Nakamura.

—Uno de los celadores. Pero no vayas a ir contándolo.

—Si sabes tanto, el ladrón lo sabe también —dijo Hi. rata mirándole con disgusto.

Al llegar aquí, debo explicar que Hirata y yo no manteníamos buenas relaciones. De hecho, a duras penas nos aguantábamos. Digo «nos», pero era Hirata quien me había cogido manía. Según un amigo mío, él había dicho despectivamente que yo no era lo que los otros parecían pensar de mí y que él había tenido la oportunidad de conocerme. Y otra vez dijo: «Me da asco de él. Nunca será amigo mío. Sólo por compasión le trato».

Estas cosas sólo las decía a mis espaldas; nunca me las dijo a la cara, aunque era evidente que me detestaba. Pero no entraba en mi carácter el pedirle una explicación. «Si tiene algo contra mí, debería decírmelo», pensaba. «Si no tiene la delicadeza de decirme lo que sea, o piensa que no valgo la pena, yo tampoco me consideraré amigo suyo.» Me sentía un poco marginado cuando pensaba en su desprecio, pero, en realidad, era algo que no llegaba a preocuparme.

Hirata tenía un físico admirable y era el verdadero tipo de masculinidad del que nuestra escuela se enorgullecía, mientras yo era flaco, pálido y nervioso. Había algo básicamente incompatible entre nosotros dos: tenía que resignarme al hecho de que viviésemos en mundos distintos. Además, Hirata era un especialista de judo de gran categoría y exhibía sus músculos como diciendo: «¡Cuidado o te doy una paliza!». Quizá pudiese parecer una cobardía mía el asumir respecto a él una actitud humillante y no cabe duda de que su fortaleza física me impresionaba. Pero afortunadamente yo era bastante indiferente a los pequeños orgullos y presunciones. «No me importa el desprecio de ese tipo. Mientras pueda seguir confiando en mí mismo, no voy a amargarme por su culpa.» Así era como me daba ánimos y de esta manera podía competir con la arrogancia de Hirata haciendo uso de mi fría magnanimidad. Hasta llegué a decir a los otros chicos: «¡Qué le voy a hacer si Hirata no me entiende; pero yo, de todas maneras, aprecio sus buenas cualidades!». Y era lo que verdaderamente pensaba. Nunca me había considerado cobarde. Era incluso bastante engreído y me tenía por una persona de carácter tan noble como para alabar a Hirata con todo mi corazón.

«¿Un escudo de vistaria?» Aquella noche, cuando Hirata me lanzó aquella súbita mirada, el malicioso brillo de sus ojos me puso los nervios de punta. ¿Qué podía significar aquella mirada? ¿Sabía que el escudo de mi familia era una vistaria? ¿O me causó semejante impresión debido a mis propios sentimientos? Si Hirata sospechaba de mí, ¿cómo debía resolver la situación? Quizá debía reírme bonachonamente y decir: «Entonces, yo también soy sospechoso porque mi escudo es el mismo». Si los otros se reían conmigo, todo iría bien. Pero suponiendo que uno de ellos, Hirata, por ejemplo, continuase mirándome con hostilidad, ¿qué pasaría? Al imaginar esta escena no me era posible elevar la voz con firmeza.

Parece absurdo preocuparse por semejante cosa, pero en el espacio de aquel breve silencio toda clase de pensamientos atravesaron mi imaginación. «En una situación como ésta, ¿qué diferencia existe, real. mente, entre una persona inocente y un auténtico criminal?» Entonces sentí que estaba experimentando una ansiedad y un aislamiento de delincuente. Hasta hacía un momento, yo había sido uno de sus amigos, uno de los pertenecientes a la aristocracia de nuestra famosa escuela. Pero ahora, aunque sólo fuese en mi imaginación, era un desterrado. Era absurdo, pero sufría por mi incapacidad de confiar en ellos. El más pequeño malhumor de Hirata me hacía sentirme a disgusto: de aquel Hirata que aparentemente era mi igual.

«Me da la sensación de que los ladrones pertenecen a otra especie.» Probablemente Higuchi había dicho esto sin la menor intención, pero ahora sus palabras resonaban en mi interior de forma ominosa.

«Los ladrones pertenecen a otra especie…» ¡Un ladrón! ¡Qué nombre tan detestable para que le llamen a uno así! Me imagino que lo que hace a un ladrón diferente de los demás hombres no es tanto su propio acto criminal como el esfuerzo por ocultarlo a toda costa, el esfuerzo que hace por alejarlo de su pensamiento, los oscuros temores que nunca puede confesar. Y, ahora, yo estaba empezando a sentirme envuelto por aquella oscuridad. Estaba tratando de no creer que era un sospechoso; estaba preocupándome por temores que no podía admitir respecto a mi mejor amigo. Naturalmente si Higuchi nos había | contado lo que le había dicho el celador sería porque confiaba en mí. «No vayáis a ir contándolo», había dicho, y ello me alegró. Pero ¿por qué tenía que alegrarme?, pensé. Después de todo, Higuchi nunca ha sospechado de mí. En todo caso, empecé a preguntarme por qué nos lo había contado.

También eché de ver que, si hasta la persona más virtuosa tenía inclinaciones criminales, quizá no era yo el único que admitía la posibilidad de ser un ladrón. Quizá los demás estaban sintiendo en cierto modo igual desasosiego, la misma exaltación. Si era así, Higuchi, que había sido escogido por el celador para compartir su secreto, tenía que sentirse muy orgulloso. Era el más digno de confianza de los cuatro, era aquel de quien menos se podía pensar que perteneciese a «otra especie». Y si él se ganó esta confianza porque procedía de una rica familia y era hijo de un famoso profesor, difícilmente podía yo dejar de tenerle envidia. De igual forma que su condición social mejoraba su moralidad, mi propio medio —yo era muy consciente de ser un estudiante becado, el hijo de un pobre campesino rebajaba la mía.

El que yo sintiese una especie de miedo en su presencia no tenía nada que ver con el hecho de ser o no ser un ladrón. Pertenecíamos a especies diferentes, Sentí que cuanto más confiaba en mí, con su franca y abierta actitud, el abismo existente entre nosotros se hacía mayor. Cuanto más amigos tratábamos de ser, gastándonos bromas el uno al otro con una aparente intimidad, chismorreando y riéndonos juntos, más crecía la distancia. Y yo no podía hacer nada por evitarlo.

Durante bastante tiempo después de aquello no supe si ponerme o no el abrigo del escudo de vistaria. Si lo llevase despreocupadamente, tal vez nadie se fijaría en él. Pero supongamos que me mirasen y llegasen a decir: «¡Ah, lo lleva puesto!». Habría quien sospechase de mí, o intentaría acallar sus sospechas respecto a mí, o se compadecería de mí porque era sospechoso. Si llegase a sentirme inseguro e incómodo, no sólo con Hirata e Higuchi, sino con todos los estudiantes, y me viese obligado a desechar el abrigo, esto sería aún más siniestro. Lo que me horrorizaba no era el simple hecho de ser sospechoso sino el conjunto de sentimientos desagradables que eso despertaría en los demás. Si acababa por provocar dudas en los demás, crearía una barrera entre mí mismo y quienes habían sido siempre mis amigos. El propio latrocinio no era tan feo como las sospechas que habría despertado. Nadie iba a tenerme por un ladrón: mientras no se probase, querrían continuar siendo tan amigos míos como siempre, obligándose a creer en mí. Si no fuese así, ¿qué significaría la amistad? Ladrón o no, podría ser culpable de un pecado peor que robar a un amigo: el de romper una amistad. Sembrar la semilla de la duda respecto a mí era un crimen. Era peor que robar. Si yo fuese un ladrón prudente e inteligente =no, no debo seguir por aquí—, si yo fuese un ladrón con el menor resto de conciencia y consideración hacia los demás, procuraría conservar mis amistades intactas, ser leal con mis amigos, tratarlos con una sinceridad y un calor de los que nunca debería avergonzarme, y continuaría robando en secreto. Quizá yo podría ser lo que la gente llama un «ladrón declarado», pero, vistas las cosas desde el punto de vista del ladrón, es la actitud más decente que se puede adoptar. «Es cierto que robo, pero también es verdad que aprecio a mis amigos», diría semejante persona. «Es lo propio de un ladrón, por eso es por lo que pertenece a otra especie.» De cualquier modo, cuando me ponía a pensar así, no podía por menos de sentirme más consciente cada vez de la distancia existente entre mis amigos y yo. Antes de que pudiese darme cuenta, me sentí un ladrón hecho y derecho.

Un día, reuní todo mi valor y salí, con el abrigo del escudo puesto, por los jardines de la escuela. Me encontré con Nakamura y empezamos a pasear juntos.

—Por cierto —hice notar—, he oído que no han cogido todavía al ladrón.

—Es verdad —respondió Nakamura mirando hacia otra parte.

—¿Por qué no? ¿No han podido cogerle en el cuarto de baño?

—No ha vuelto a aparecer por allí, pero todavía se habla de cosas robadas en otros sitios. Se dice que los celadores llamaron a Higuchi el otro día y le pusieron verde por haber descubierto sus planes.

—¿Higuchi? —sentí que el color se me iba de la cara.

—Sí… —Suspiró apenado, y una lágrima rodó por su mejilla—. ¡Tienes que perdonarme! He estado ocultándotelo hasta ahora, pero pienso que tienes que saber la verdad. No va a gustarte, pero, según los celadores, eres el sospechoso. Me duele hablarte de ello porque no he desconfiado de ti ni un momento. Creo en ti. Y porque creo en ti es por lo que te lo he dicho. Espero que no lo volverás contra mí.

—Gracias por habérmelo dicho. Te estoy muy agradecido.

Yo mismo estaba a punto de llorar, pero al mismo tiempo, pensé: «¡Por fin!». A pesar de temerlo tanto, había estado esperando que llegase este momento.

—Hablemos de otra cosa dijo Nakamura, para consolarme—. Ahora que te lo he dicho me siento mejor.

—Pero no podemos quitárnoslo de la cabeza sólo porque no nos guste hablar de ello. Aprecio tu amabilidad, pero no soy yo el único que está siendo humillado: también te he llenado de vergüenza a ti, como amigo mío. El simple hecho de que yo sea sospechoso me hace indigno de toda amistad. Lo mires como lo mires, mi reputación está por los suelos. ¿No es cierto? Imagino que tú también me volverás la espalda.

—Te juro que nunca lo haré y que no creo que me hayas avergonzado de ningún modo. —Nakamura parecía alarmado por mi tono de reproche—. Tampoco lo piensa Higuchi. Dicen que él ha hecho todo lo posible por defenderte ante los celadores. Les ha dicho que él dudaría de sí mismo antes que de ti.

—Pero ellos siguen sospechando de mí, ¿verdad? No sirve de nada que seas clemente conmigo. Dime todo lo que sepas. Prefiero que sea así.

Entonces, Nakamura, explicó vacilante:

—Bueno, parece que a los celadores les dan toda clase de propinas. Desde que Higuchi habló tanto aquella noche, no ha habido ningún robo más en la casa de baños, y por eso sospechan de ti.

«¡Pero yo no fui el único que le oí!» No dije esta frase, pero la pensé inmediatamente. Me hizo sentirme todavía más solo y miserable.

—Pero ¿cómo saben ellos que Higuchi nos lo ha contado? Aquella noche estábamos solos nosotros cuatro, y si nadie más lo sabía, y si Higuchi y tú confiáis en mí…

—Tú mismo tendrás que sacar la conclusión —dijo Nakamura, con mirada implorante—. Sabes quién es, Te ha estado juzgando mal, pero no quiero criticarle,

Me recorrió un escalofrío. Sentí como si los ojos de Hirata estuviesen clavándose en los míos.

—¿Le has hablado de mí?

—Sí… Pero confío en que te des cuenta de que no es fácil, puesto que soy amigo suyo, tanto como tuyo. De hecho, Higuchi y yo tuvimos con él una larga discusión la noche pasada, y dice que se va a ir del dormitorio. Así que tengo que perder un amigo por causa de otro.

Cogí la mano de Nakamura y la apreté fuertemente. «Me consuela tener amigos como Higuchi y tú», dije mientras las lágrimas manaban en torrentes desde mis ojos. Nakamura lloraba también. Por primera vez en toda mi vida, sentí que estaba experimentando el calor de la compasión humana. Esto era lo que yo había estado buscando mientras me atormentaba aquella sensación de desesperado aislamiento. Aunque yo pudiese ser el ladrón más vicioso del mundo, nunca podría robarle nada a Nakamura.

Después de un rato dije:

—Para serte sincero, no soy digno del problema que te causo. No puedo continuar callándome y viendo cómo vosotros dos perdéis a un amigo tan bueno por culpa de una persona como yo. Aunque no confíe en mí, yo le respeto. Es mucho mejor persona que yo. Reconozco, como todo el mundo, su valor. Entonces, ¿por qué no me voy yo en lugar de él, puesto que las cosas han llegado a este extremo? Por favor, dejadme ir y así podréis continuar viviendo juntos vosotros tres. Aunque solo, me sentiré mejor.

—Pero no hay ninguna razón para que te vayas —dijo Nakamura, con la voz embargada por la emoción—. También yo reconozco sus buenas cualidades, pero a quien persiguen es a ti. No me pondré de su parte en algo tan injusto. Si te marchas, también tendremos que irnos nosotros. Sabes lo testarudo que es: una vez que ha decidido irse, no es posible que cambie de idea. ¿Por qué no vamos a dejarle hacer lo que quiera? También podemos esperar a que entre en razón y se disculpe. En cualquier caso, esto no puede durar mucho.

—Pero nunca va a retractarse y a pedir disculpas. Continuará odiándome siempre.

Nakamura pareció presumir que yo estaba resentido contra Hirata.

—Ah, no lo creo —dijo rápidamente—. Mantendrá su palabra, ello es a la vez su fuerza y su debilidad, pero Una vez que sepa que está equivocado vendrá a pedir perdón y a reconocerlo con franqueza. Ése es uno de sus rasgos simpáticos.

—Sería hermoso que lo hiciese… —dije con aire pensativo—. Puede volver con vosotros, aunque no creo que vuelva a ser amigo mío… Pero tienes razón, es verdaderamente simpático. Yo sólo deseo serle simpático también.

Nakamura puso una mano en mi hombro como protegiendo a su pobre amigo mientras caminábamos descuidadamente por el césped. Era por la tarde y flotaba una leve neblina sobre los jardines de la escuela: parecíamos estar en una isla rodeada por infinitos mares grises. De vez en cuando, unos cuantos estudiantes que caminaban en sentido contrario me miraban y seguían andando. «Ya lo saben», pensaba; «me están desterrando». Sentía una abrumadora soledad.

Aquella noche, Hirata parecía haber cambiado de idea; no mostraba intenciones de marcharse. Pero no quiso hablarnos, incluso ni a Higuchi ni a Nakamura. Á pesar de todo, me era imposible irme en esas condiciones, decidí. No sólo sería aquello una desconsideración hacia la amabilidad de mis amigos, sino que, además, me haría todavía más sospechoso. Tenía que esperar un poco más.

—No te preocupes —me estaban diciendo siempre mis amigos—. En cuanto le cojan, todo se pondrá en claro.

Pero pasó otra semana más y el criminal estaba todavía en libertad mientras los robos eran más frecuentes que nunca. Por fin, hasta Nakamura e Higuchi perdieron un poco de dinero y algunos libros.

—Bueno, ya os ha tocado a vosotros dos, ¿eh? Pero tengo la sensación de que el resto de nosotros vamos a librarnos. Recuerdo la mirada burlona de Hirata al hacer esta sarcástica observación.

Después de la cena, Nakamura e Higuchi solían ir a la biblioteca y, así, Hirata y yo teníamos que quedarnos solos. Era para mí tan incómodo que también yo empecé a pasar las veladas fuera del dormitorio, bien en la biblioteca, bien dando largos paseos. Una noche, hacia las nueve y media, volvía de dar un paseo y miré en nuestro estudio: cosa extraña, Hirata no estaba allí y no parecía que los otros hubiesen vuelto todavía. Fui a echar un vistazo al dormitorio, pero tampoco había allí nadie. Entonces, volví al estudio y me acerqué al pupitre de Hirata. Sin hacer ruido, abrí su cajón y curioseé la carta certificada que le había llegado de su casa hacía algunos días. Dentro de la carta había tres libramientos de diez yenes, uno de los cuales cogí calmosamente y me lo metí en el bolsillo. Volví a cerrar el cajón y salí andando, tan tranquilo hacia el vestíbulo. Después bajé al patio, crucé la pista de tenis y me fui derecho hacia el agujero, oculto entre las hierbas, donde escondía siempre todo lo que robaba. Pero en aquel momento, alguien gritó: «¡Ladrón!», y se me echó encima por la espalda, tumbándome de un golpe en la cabeza. Era Hirata.

—¡Corred, ya lo tenemos! ¡Vamos a ver qué te has metido en el bolsillo!

—¡Está bien, está bien, no hace falta que grites de esa manera! —le respondí tranquilamente, sonriéndole—. Admito que he robado tu libramiento. Si me lo pides te lo devolveré, y si me dices que vaya contigo iré donde digas. Así nos entendemos, ¿no? ¿Qué más quieres?

Hirata pareció dudar, pero pronto empezó a abofetearme con furiosa. En todo caso, el dolor no era del todo desagradable. Me sentí, de repente, liberado del fardo agobiante que había venido soportando.

—No sirve de nada que me golpees de esa manera, puesto que he caído en tu trampa en obsequio tuyo. He cometido esta equivocación porque, como estabas tan seguro de ti mismo, pensé: ¿Por qué demonio no puedo robarle a él? Pero ahora tú me has descubierto y eso es todo. Algún día nos reiremos juntos de ello.

Quise darle la mano a Hirata, bonachonamente, pero él me agarró por el cuello del kimono y me arrastró hacia nuestra habitación. Fue aquella la única vez en que Hirata pareció despreciable a mis ojos.

—¡Eh, muchachos, he cogido al ladrón! ¡No podréis decir que me ha engañado a mí!

Hirata entró con aire jactancioso en nuestra habitación y me lanzó ante Nakamura e Higuchi, que habían vuelto ya de la biblioteca. Al oír el estrépito, los otros chicos del dormitorio acudieron como un enjambre a nuestra puerta.

—¡Hirata tiene razón! —dije a mis dos amigos mientras me levantaba del suelo—. Yo soy un ladrón —traté de hablar en tono normal, tan indiferentemente como de costumbre, pero me di cuenta de que me había puesto pálido—. Supongo que me odiáis —les dije—. O quizá os avergonzáis de mí… Sois dos personas decentes, pero sois muy crédulos. ¿No os he estado repitiendo la verdad una y otra vez? Hasta he dicho: «No soy la persona que creéis. En Hirata es en quien hay que confiar. Él nunca caerá en una trampa». Pero vosotros no me entendíais. Os he dicho: «Aunque vosotros volváis a ser amigos de Hirata, nunca volverá él a hacer migas conmigo». He llegado a deciros: «Sé mejor que nadie lo buena persona que es Hirata». ¿No es verdad? Nunca os he mentido. Podéis preguntaros por qué no he seguido y os he contado toda la verdad. Seguramente pensáis que después de todo os estaba engañando. Pero tratad de poneros en mi situación. Lo siento: el robo es algo que no puedo evitar. Pero me molestaba engañaros y por eso os he contado la verdad dando un rodeo. No podía ser más honrado de lo que he sido: es culpa vuestra el no haber comprendido mis indirectas. Quizá penséis que estoy siendo perverso, pero jamás he sido tan serio. Seguramente os preguntaréis por qué no dejo de robar si tengo tantas ganas de ser decente. Pero no es una pregunta justa. Veréis: yo he nacido ladrón. He tratado de ser tan sincero como he podido con vosotros de acuerdo con las circunstancias. No podía hacer otra cosa. Incluso así, me remordía la conciencia: ¿no os he pedido que me dejaseis marchar en lugar de Hirata? No estaba tratando de embaucaros; verdaderamente quería hacerlo por vuestro bien. Es verdad que os he robado, pero también es verdad que soy vuestro amigo. Apelo a vuestra amistad: quiero que entendáis que hasta los ladrones tenemos sentimientos.

Nakamura e Higuchi estaban allí, silenciosos, parpadeando atónitos.

—Bueno, ya veo que pensáis que soy un rato descarado. Es porque no podéis entenderme. Supongo que no tiene remedio, puesto que sois de una especie diferente. —Sonreí para ocultar mi amargura y añadí: Pero puesto que soy amigo vuestro os advierto que no es ésta la última vez que va a suceder una cosa semejante. ¡Así es que estad prevenidos! Vosotros dos os habéis hecho amigos de un ladrón porque sois unos confiados. Vais a estar expuestos a disgustos cuando andéis por el mundo. “Tal vez consigáis mejores notas en la escuela, pero Hirata es el mejor. ¡No hay quien engañe a Hirata!

Cuando le alabé de esta manera, Hirata puso una cara rara y miró hacia otra parte. En aquel momento parecía sentirse extrañamente confuso.

***

Han pasado muchos años desde entonces. He llegado a ser un ladrón profesional y he estado con frecuencia tras las rejas; sin embargo, no puedo olvidar estos recuerdos, sobre todo mis recuerdos de Hirata. Siempre que he estado a punto de cometer un delito he visto su cara ante mí. Le veo contoneándose, tan altanero como siempre y mofándose de mi: «¡Exactamente lo que yo sospechaba!». Sí, era un hombre de carácter que prometía mucho. Pero el mundo es misterioso. Mi predicción de que el ingenuo Higuchi iba a «tener disgustos» era inexacta: en parte gracias a la influencia de su padre, ha hecho una brillante carrera, ha viajado por el extranjero, ha conseguido graduarse en medicina y actualmente goza de una alta posición en el Ministerio de Ferrocarriles. Sin embargo, nadie sabe qué ha sido de Hirata. No es de extrañar que se piense que la vida es imprevisible.

Aseguro a mis lectores que este relato es verdadero. No he escrito aquí ni una sola palabra insincera. Y, del mismo modo que lo esperaba de Nakamura e Higuchi, espero de ustedes que comprendan que en el corazón de un ladrón como yo pueden anidar delicados escrúpulos morales.

Pero quizá tampoco me crean. Á no ser, desde luego, que (si pueden perdonarme por sugerirlo) pertenezcan ustedes a mi misma especie.